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Historia de Sevilla

SULTANES DE BERBERÍA EN EL ALCÁZAR DE CARMONA

SULTANES DE BERBERÍA  EN EL ALCÁZAR DE CARMONA

        El príncipe Muley Xeque, posteriormente bautizado como don Felipe de África, nació en Marruecos en 1566. Era hijo de Muhammad, rey de Fez y Marruecos, destronado en 1576 por su tío Abd al-Malik con la ayuda otomana y ambos fallecidos, junto a don Sebastián de Portugal, en la célebre batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes. Era el último descendiente de la dinastía Saadí, la anterior a la actual que es la Alauita. Este último, con tan solo 12 años de edad, quedó sin más amparo que el de los portugueses, quienes decidieron ponerlo a salvo y enviarlo a Lisboa fuera del alcance del nuevo sultán. Nueve años permanecieron en Portugal el joven príncipe y su tío, exactamente desde el 27 de diciembre de 1578 hasta marzo de 1587.

       Muley Xeque todavía conservaba intactas sus aspiraciones de acceder al trono de Marruecos que legítimamente le correspondía. Por ello, solicitó al monarca en varias ocasiones que le entregase algunos hombres y barcos para ir a su tierra, en donde presuponía –ingenuamente, por cierto- que la gente se levantaría en armas en su apoyo y recuperaría su trono. Sin embargo, el rey Prudente, que por algo recibía ese apelativo, decidió con mejor criterio trasladarlo a España con su corte de cincuenta y siete personas. La orden se expidió el 21 de marzo de 1587 y el motivo era ajeno a los intereses de los dos príncipes saadíes, pues trataba de evitar que estos marchasen a Inglaterra, donde eran solicitados para usarlos en su propio beneficio. Su cumplimiento por el Duque de Medina-Sidonia no se hizo esperar, pues seis días después informaba que iba a proceder de inmediato a su traslado pero, a dos lugares diferentes, Utrera y Carmona, o en su defecto a El Coronil y Lebrija. Y ello por dos motivos: primero porque tío y sobrino no tenían buena relación, y segundo, para tratar de repartir los costes entre los dos municipios.

Como ya hemos dichos, la primera localidad española en la que residió fue en Carmona, una villa de la provincia de Sevilla. Al parecer, su elección se debió a que, además de disponer de un alcázar real en el que hospedarlo, poseía un cierto tamaño lo que permitía un mejor reparto de los costes entre su población. Aún así, el séquito era tan abultado que causó un notable quebranto económico a las arcas locales, así como un gran malestar entre la población. Y ello, porque los caudales prometidos para su sostenimiento se demoraron hasta el punto que se abonaron después de su marcha. Ahora bien, Carmona no parecía el lugar más idóneo, primero, por la importante comunidad morisca que albergaba y segundo por su cercanía al puerto de Sevilla. De hecho, entre 1570 y febrero de 1571 habían llegado a una villa de tan solo 3.000 vecinos un total de 1.080 moriscos, procedentes del reino de Granada. Entre la comunidad morisca carmonense había de todo, es decir, esclavos, criados domésticos, artesanos, pequeños propietarios, comerciantes y hasta escribanos, como Gregorio Muñoz de Alanís. Como veremos más adelante, estos llegaron a ofrecerle su ayuda para enviarlo al sur y reembarcarlo hacia Berbería.

Pocos días después de la llegada de la comitiva, exactamente el 28 de mayo de 1587, el corregidor de la villa, Esteban Núñez de Valdivia, anticipándose a los problemas, expidió un bando en el que exigía lo siguiente: a los “cristianos viejos” que los tratasen bien y que no les vendiesen más caro que a los vecinos de la villa, y a los moriscos que se abstuvieran de comunicarse con ellos, todo ello bajo pena de diez mil maravedís al que lo incumpliera. Pese a tales prevenciones, los problemas no tardarían en llegar como luego veremos.

Traía consigo un séquito de cincuenta y siete personas, incluyendo a seis mujeres, permaneciendo en la villa hasta febrero de 1591. Debió llamar la atención este joven príncipe de talle extremado, fornido y de perfectas proporciones, por su color de la piel moreno, lo suficiente como para que fuese conocido popularmente como el Príncipe Negro. No tardaron en aparecer los primeros problemas por el quebranto económico que suponía para una villa que todavía se recuperaba de la peste que la había asolado en 1583 y de las malas cosechas que padeció en 1587 y 1588.

En cuanto al alojamiento, tradicionalmente se dudaba en cuál de los dos alcázares que seguían en pie en Carmona se hospedó. Pues bien, está claro que no fue ni en el alcázar de la Reina, demolido en 1478, ni en el de la Puerta de Sevilla, sino en el de Arriba o de Pedro I. De hecho, en varias ocasiones el corregidor envió comisiones al alcázar de Arriba a tratar diversos asuntos con el príncipe saadí. Según Manuel Fernández López este edificio fue en otros tiempos “muy suntuoso y capaz y servía de alojamiento a los reyes cuando estos residían en Carmona”. Una fortaleza inexpugnable construida en época almohade y, posteriormente, restaurada y engrandecida por el rey Pedro I, quien se construyó dentro un palacio que era réplica del que poseía en el alcázar Real de Sevilla. Sin embargo, tras el terremoto de 1504 quedó maltrecho y desde entonces solo se realizaron pequeños reparos, por lo que su habitabilidad era ya en el último cuarto del siglo XVI más que dudosa. Realmente no parece que el alcázar estuviese perfectamente acondicionado ni que dispusiese de los enseres más básicos para llevar una vida medianamente confortable. De hecho, en la tardía fecha del 2 de junio de 1589, el alguacil Francisco López entregó al alcaide Almançor un total de trece colchones, catorce sábanas y otras tantas almohadas para las personas alojadas en el alcázar.

Dada la imposibilidad de alojarlos a todos en el alcázar fue necesario arrendar de manera forzosa un total de dieciséis casas, la mayoría de ellas situadas en la collación de Santiago. Sin embargo, el esfuerzo que debía hacer el concejo para mantener el arrendamiento de todas esas viviendas provocó que, desde el 15 de junio de 1590, pretendieran reducir a los africanos a seis o siete viviendas, teniendo en cuenta –alegaban- varios aspectos, a saber: primero, que había muchos menos que cuando se alojaron, segundo, que algunas viviendas estaban ruinosas y, tercero, que el coste del alquiler era excesivo.

Y ¿a qué se dedicaron en esta villa sevillana? Tenemos algunas noticias al respecto. Hay que empezar diciendo que entre los alojados la mayoría apenas entendía el castellano, o al menos no lo escribían. Pero al menos uno de ellos no solo lo entendía sino que también lo escribía, pues de hecho, cuando en 1589 el alcaide Almançor tuvo que firmar el acuse de recibo de los colchones declaró que no sabía la lengua pero que a su ruego lo firmó en su lugar Mohamete Benganeme.

Al año siguiente de su llegada, exactamente en julio de 1588, el sultán saadí debió vivir las fiestas solemnes que se hicieron para rogar por la gran armada que se disponía a invadir Inglaterra. Para ello se celebraron varios actos: primero, el sábado cuatro de julio se hizo procesión de rogativa hasta el convento de Nuestra Señora de Gracia, regentado por frailes Jerónimos, donde se encontraba la patrona, entonces oficiosa, de la localidad. Se trajo a la iglesia mayor para celebrarle un novenario. Asimismo, el 10 de julio, toda la clerecía y las cofradías se dirigieron en solemne procesión desde la iglesia mayor a la de Santiago con misa cantada en ese último templo. Y finalmente, el miércoles 13 del mismo mes se realizó otro desfile en el que se devolvió a la venerada Virgen de Gracia a su templo conventual.

La oligarquía local, siguiendo las órdenes del Duque de Medina-Sidonia y del corregidor, trató de complacer en lo posible al príncipe y a su corte. En el acta capitular del 16 de noviembre de 1589 se dice que los proveyeron siempre de trigo, camas y ropa y que acudían al alcázar a entretenerlo, “jugando con él”. Asimismo lo llevaban de cacería y celebraban fiestas de toros y cañas en su honor. Concretamente, el 11 de agosto de 1589, el concejo comisionó al regidor Ángel Bravo de Lagunas y al alférez mayor Lázaro de Briones Quintanilla, para que proveyesen de varas y lo demás necesario para correr toros en la plaza y para los juegos de cañas. Y ¿con qué motivo? Pues “por estar en esta villa el infante Muley Xeque, a quien su Majestad ha mandado lo festejen y regalen”.

Pese a estos agasajos, hay razones para pensar que las relaciones entre estos musulmanes y los cristianos viejos de la localidad fueron malas o muy malas. Uno de los problemas era que el príncipe era muy joven y apenas era capaz de controlar a su propia gente. Aunque bien es cierto es que la dispersión de parte de su cortejo por distintas casas de la villa no favorecían precisamente ese control.

Dado que entre el grupo de marroquíes había tan solo seis mujeres, la mayoría llevaba meses o años sin mantener relaciones sexuales. Esto fue una fuente de graves conflictos pues, algunos de ellos, al caer la noche y vestidos como cristianos acudían a casas de mujeres para mantener sexo con ellas. No parece que forzaran a ninguna de ellas sino que acudían a casas donde éstas aceptaban su entrada, probablemente a cambio de alguna compensación económica. Enterado el corregidor, ordenó que cesasen dichas prácticas, poniendo vigilancia. Como resultado de ello, una noche se supo que un musulmán había entrado en una casa donde vivían Juana Gómez, viuda, y sus dos hijas solteras. El caso es que el mahometano pudo entrar pero el corregidor y los alguaciles no, quienes tras aporrear la puerta durante largo tiempo la desquiciaron y encontraron en el corral de la casa “un moro en hábito de cristiano”. Acto seguido, el corregidor acudió a ver al príncipe saadí para solicitarle encarecidamente que prohibiese a su gente salir de noche.

Sin embargo, la situación no mejoró; el 14 de noviembre de 1589, tres criados del Xeque causaron ciertos altercados públicos por lo que se ordenó al alcaide Almançor que remitiese a los responsables a la cárcel pública, cosa que se negó a hacer. Cuando el alguacil mayor, Juan Tamariz de Góngora, los intentó apresar fue gravemente herido, provocando que los vecinos se situasen al borde de la rebelión. El corregidor tuvo que reaccionar rápido y acudir a caballo con otros alguaciles para evitar males mayores, pacificando a los vecinos y encarcelando a los tres responsables, ante el enojo del príncipe saadí. Acto seguido, se envió una comisión al alcázar para informar de lo sucedido al Infante, pero se encontraron con una sorpresa: éste lo tenía todo preparado para abandonar la villa:

 

En el dicho día en cumplimiento de lo proveído por Carmona en presencia de mi Pedro de Hoyos, escribano de cabildo, don Antonio Merino de Arévalo y don Cristóbal de Bordás Hinestrosa, regidores fueron al alcázar de Arriba y de parte del corregidor y de la villa hablaron al infante Muley Xeque al cual hallaron alborotado, vestido de camino y su caballo aderezado y muchas tiendas cargadas para irse fuera de esta villa y aunque le significaron la voluntad de la villa y del corregidor que no saliese del alcázar y porque lo que se había hecho había convenido respecto de sosegar los vecinos estaban escandalizados del alboroto y escándalo que los moros habían dado, que recogiese los moros y los quietase que el corregidor haría lo propio con los vecinos, el cual dicho infante dijo que él tenía cosas que tratar con su Majestad y le convenía partirse que él respondería a la villa lo cual respondió por la lengua que allí tenía”.

 

Como puede observarse la situación que se vivió fue extremadamente delicada y a punto estuvieron, musulmanes y cristianos, de llegar al enfrentamiento directo. Pero, ¿a dónde pretendía marcharse? Según el Duque de Medina-Sidonia su intención era ir a otra localidad más cerca de Sevilla. Y ¿con qué objetivo? Pues no lo sabemos pero, obviamente, la capital Hispalense seguía siendo por aquel entonces la gran metrópolis del sur, el puerto desde el que se podía viajar lo mismo al norte de África que al continente americano. Es posible que desde ese puerto más de un morisco pasase a las colonias indianas, aunque en el caso de Muley Xeque, lo probable es que pensase en embarcarse con destino al Magreb. Lo cierto es que el corregidor pudo convencerlo de que permaneciera en la villa a la espera de las órdenes del rey. Pero el ambiente estaba ya demasiado enrarecido; urgía su traslado a otra localidad.

También vieron con malos ojos la compra-venta de esclavos, pues Carmona poseía un notable mercado, satélite del sevillano, en el que se vendían tanto subsaharianos como berberiscos. El sultán marroquí veía mal este mercado de magrebíes y moriscos esclavos, hasta el punto que se dice que en su estancia por Castilla compró la libertad de quince o dieciséis personas. El rey fue informado que los musulmanes se dedicaban a rescatar esclavos moriscos, aunque no se ha podido verificar dicha práctica, al menos de manera masiva. No hemos podido documentar la liberación en Carmona por parte de Muley Xeque de ningún morisco, aunque sí consta alguno liberado en Utrera por Muley Nazar y otro por su homónimo, unos años después.

Por su parte, se ha dicho que al alcázar acudían neófitos del entorno a rendirle pleitesía y ofrecerles su apoyo para una posible liberación. Sin embargo, a qué clase de liberación se referían, ¿era el alcázar de Carmona una especie de cárcel domiciliaria? Pues todo parece indicar que sí; el joven sultán vivía en una situación de semilibertad, siempre vigilado por las autoridades locales y supervisado por la atenta mirada del Duque de Medina-Sidonia. El joven saadí soñaba todavía con regresar a su tierra natal, aunque fuese sin apoyos hispanos, pensando que a su llegada miles de compatriotas les mostrarían su lealtad y derrocarían al usurpador. Felipe II se negaba pero los moriscos carmonenses debían tener suficientes contactos como para facilitar su huida y embarque con destino a tierras magrebíes. Y tanto fue el riesgo que Felipe II pensó en reenviarlo al reino luso aunque finalmente se decidiera por alojarlo en la ciudad jiennense de Andújar. El rey Prudente no se fiaba de él, pues mientras a su tío Abd al-Karin ibn Tuda le concedió permiso para moverse libremente por la Península, a Muley Xeque y a Muley Nazar se lo negó, estando en todo momento vigilados y controlados. Además, en Carmona no solo había moriscos sino incluso musulmanes, unos esclavos y otros posiblemente libertos que acentuaban el miedo de la población cristiana a una posible revuelta.

Por cierto, dicho sea de paso, como una mera anécdota, que estando en Carmona Muley Xeque, en febrero de 1590, llegó un recaudador de impuestos para requisar cierto trigo y aceite que la Corona reclamaba, se trataba nada más y nada menos que de Miguel de Cervantes. Es casi seguro que en Carmona se produjo un encuentro entre ambos que le dejó la suficiente huella como para que luego aludiese a él en su obra.

No sabemos a ciencia cierta lo que ocurría en aquella pequeña corte mora de Carmona y probablemente nunca lleguemos a saberlo. Tenía un traductor lo que le permitía comunicarse con los ediles y responder a las misivas del Duque de Medina-Sidonia. Sin embargo, está claro que el descontento de los carmonenses por los costes de la corte mora y el temor a las consecuencias de esos contactos entre los hombres de Muley Xeque y los moriscos, aconsejaron su salida de la villa.

El concejo de Carmona deseaba su traslado a otro lugar, primero, por los altercados que provocaban y, segundo, por lo gravoso que resultaba su mantenimiento. A regañadientes seguía sufragando su mantenimiento, aunque solicitando encarecidamente tanto el abono de lo gastado como su pronta salida. El 16 de noviembre de 1589, el concejo de Carmona con el corregidor al frente escribía al Duque de Medina-Sidonia suplicándole su salida de la localidad, ante el peligro de amotinamiento de los vecinos. Al año siguiente, los ánimos no se apaciguaron porque acusaron al infante de moroso, al no pagar pese a haber recibido ciertas partidas de dinero. No tardaron en tomar la decisión de poner varias personas fuera de las murallas para que embargasen el numerario que le fuese llegando. En el cabildo del 7 de noviembre de 1590 se informaba que se habían embargado trece mil doscientos reales que habían llegado, depositándose en Pedro Rodríguez del Olmo. Sin embargo, volvió a comisionarse a los regidores Antonio Merino de Arévalo y Gerónimo Barba para que se entrevistasen con el infante. Estos pactaron que solo se le embargarían cuatro mil reales por encontrarse éste enfermo y necesitado; unos días después llegó una carta del Duque pidiendo que solo se le retuviesen tres mil reales, aplazando el resto de la deuda Lo cierto es que el dinero quedó retenido íntegramente, mientras la villa elaboraba las cuentas de lo que se debía y muy a pesar de la carta del Duque pidiendo que se le devolviese íntegro para que sirviese para sufragar los gastos de su salida de la ciudad. Entre el 4 de marzo y el 19 de abril de 1591 se produjeron acalorados debates en el cabildo, con el corregidor y el alguacil mayor a favor del desembargo íntegro de la cantidad y los jurados y algunos regidores votando en contra, pese a los reproches del Duque.

La decisión del traslado fue notificada por carta del Duque de Medina-Sidonia que trajo personalmente Pedro Altamirano, comisionado para gestionar su traslado, quien a su vez sugirió el desembargo de los 13.200 reales. El cabildo no pudo más que manifestar su alegría por la gran merced que se le concedía. En cambio, Muley Nazar permanecería en Utrera hasta que el monarca decidiese si lo dejaba volver a Magreb.

El resto de su vida es bien conocido, estuvo en Andújar dónde se convirtió al cristianismo. Luego, tras bautizarse en el Escorial vivió en Madrid, hasta que en 1609 marchó a Italia, coincidiendo con los decretos de expulsión de los Moriscos. En 1621 moría en Vigevano, siendo inhumado en su catedral.

 

EL SEGUNDO SULTÁN

Un segundo personaje del mismo nombre, Muley Xeque, estuvo en la Península unos años después, e incluso coincidieron en España algunos años. Tras la muerte del sultán Ahmad al-Mansur, tres hijos de su primera esposa, entre ellos Muley Xeque, y otro de la segunda, Muley Zidán, se disputaron el trono. Dado que este último obtuvo el apoyo de los otomanos, Muley Xeque se vio obligado a refugiarse en Larache y posteriormente en España para solicitar el apoyo de los Habsburgo. La imagen que transmitieron a Felipe III de él, no resultaba muy favorable, pues decían que solía estar borracho y que no era respetado por sus hombres, permitiéndoles sus vicios sin tienda ni castigo.

Las circunstancias eran ahora muy diferentes a las que vivió Felipe de África porque el reino de Marruecos estaba dividido y era posible pescar en aguas revueltas. Arribó a Portugal, concretamente a Villanova de Portimao desde donde se trasladó a Carmona. Ya en esos momentos hubo problemas financieros porque Juanetín Mortara le debió prestar el dinero de las cabalgaduras para hacer el traslado. Aunque pasaron por Utrera, todos llegaron hasta Carmona acompañando al saadí y luego los que debían hospedarse en la primera localidad regresaron a ella. Gabriel de Villalobos describió su llegada a la entonces villa de Carmona sevillana en los siguientes términos:

 

Reinando en España el rey don Felipe nuestro señor tercero de este nombre, entró en Carmona el rey Xarife que por otro nombre se llamaba el rey Muli Xeque con doscientos y treinta y cuatro moros y moras…”

 

Este segundo Muley Xeque, estuvo en Carmona justo ciento cuarenta días, comprendidos entre el 17 de septiembre de 1609 y el 4 de febrero de 1610. La primera referencia que encontramos en las actas capitulares anunciando la próxima llegada del saadí data del 12 de junio de 1609. En dicho cabildo, el corregidor Diego Flores del Carpio dio lectura a una carta del Duque de Medina-Sidonia por la que ordenaba sin réplica ninguna, obtener por vía de empréstito las camas, ropas, colgaduras y adornos del alcázar para hospedar a Muley Xeque y su gente.

Sin duda, don Felipe de África debió tener noticias de la llegada de este nuevo aspirante al trono de Fez del que él había sido el más legítimo aspirante y al que había renunciado con su conversión. Es posible que esta incómoda presencia también reafirmara su decisión de marchar a Italia. Sin embargo, este nuevo Muley no iba a permanecer mucho tiempo en España pues su idea siempre fue la de recabar el apoyo de España y retornar a su reino, donde pensaba que se le sumarían leales. A cambio de la ayuda española prometió entregarles nada más y nada menos que Larache, una plaza norteafricana ambicionada desde hacía décadas por españoles y portugueses. Un señuelo muy apetitoso que iba a decantar la balanza a su favor.

Los gastos fueron mucho menores que los que generó Felipe de África, entre otras cosas porque su estancia fue mucho más corta. Además, los arreglos en el alcázar fueron menores, pues se habían reparado con motivo de la estancia del Príncipe Negro. No obstante, hubo que volver a reparar las ventanas y las puertas y conseguir como adornos nuevas colgaduras, camas y ropas para las mismas. Para dicho efecto se comisionó al propio teniente de alcaide, Diego de la isla Ruiseco, y al regidor Antonio Barba para que las consiguiesen. Pero dado que hubo dificultades para comprarlas o alquilarlas se envió a Sevilla al regidor Juan Tamariz de Góngora para que las obtuviese en Sevilla. El descontento de la población por esta nueva carga económica fue tal que el Duque de Medina-Sidonia compelió al cabildo en junio de 1609 para que cumpliesen con lo ordenado, “considerando el servicio que a su Majestad se le hace en el hospedaje de Muley Xeque”.

Pese a todo, los gastos superaron ampliamente los cinco millones de maravedís, parte de cuya cuantía todavía reclamaba el corregidor de Carmona en 1618. Solo en alimentos para el mantenimiento del príncipe y su corte declaró el corregidor haber pagado a Gabriel de Villalobos ciento cincuenta mil reales, a razón de mil y pico reales diarios.

Pero a diferencia de don Felipe de África, el Muley Xeque mostraba un deseo inquebrantable de regresar a su tierra y las autoridades españoles querían permitírselo ante el temor de la coincidencia de su estancia con la expulsión de los moriscos. A cambio de doscientos mil ducados, seis mil arcabuces y la ayuda hispana, prometió la entrega de la anhelada plaza de Larache

En junio de 1610 el príncipe saadí estaba en Marruecos autoproclamándose sultán de Fez. Pocos meses después, exactamente el 21 de noviembre cumplió a regañadientes su promesa y entregó a las autoridades españolas la plaza de Larache. Y digo que lo hizo a regañadientes porque sabía de las consecuencias que eso podía acarrearle en lo relativo a su reputación con sus súbditos. El imperio Habsburgo obtenía así una plaza clave y que, tras fortificarla, mantendría en su poder hasta finales del siglo XVIII.

Pocos años después, en 1614 se ocuparía la Mámora. Sin embargo, el destino del príncipe de Fez sería trágico porque sus propios súbditos jamás le perdonaron su traición, al entregar a España dicha plaza. Fue una verdadera humillación para los musulmanes que condenó al Muley Xeque a una muerte segura. Se desató una verdadera guerra santa contra él, porque muchos interpretaron que había entregado la llave de Berbería, profanando las reliquias de los santos del Alcorán que allí estaban enterrados. Así, “aborrecido de los suyos fue muerto con desprecio”, siendo sucedido en el trono por su hijo Muley Abdalá. Desaparecía así el mejor rey para los cristianos el mismo que entregó la largamente ansiada plaza de Larache y el peor para los musulmanes. A diferencia del primer Muley Xeque, él siempre aspiró a regresar a su tierra, manteniendo sus aspiraciones al trono. Sin embargo, la entrega de la plaza de Larache le costó la enemistad irreconciliable de los suyos y la muerte.

Finalmente advertir de la existencia de numerosos casos de príncipes de Fez conversos que recibieron el nombre de Don Felipe de África. Además de los protagonistas de este artículo, hemos de citar al príncipe Muley Hamet que el 16 de octubre de 1636 se bautizó con el nombre de don Felipe de África, por el posible padrinazgo del rey Felipe IV. Hay noticias de otro príncipe tunecino que llegó a España en torno a 1633 y que también fue bautizado como don Felipe de África.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

(*) Artículo publicado en la Revista Carmona y su Virgen de Gracia. Carmona, 2015, pp. 81-86

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